Desde hace algunos meses vive con nosotros un hermoso perro de poco más de un año de edad. Abandonado en el campo y convertido en un esqueleto, fue recogido por una amiga que me lo entregó. Con los cuidados normales y el debido cariño está ya completamente repuesto y sus músculos laten suavemente debajo de su brillante manto negro.
Cuando lo llevo a un descampado, da una vuelta corriendo y luego -quizás recordando los tiempos de mendicidad- se detiene y me observa con la inocencia que sólo los animales son capaces de expresar. En su mirada se lee inequívocamente la pregunta: “¿Qué se supone que tenga que hacer aquí?” Probablemente la expresión de sus ojos plantea la misma duda que le sobrevino cuando fue abandonado. Seguramente entiende en mi gesto la sencilla respuesta: “Jugar”.
Esta tarde fui a una becerrada en el cultísimo pueblo de El Escorial.
El primer becerro, de poco más de un año de edad, dio una vuelta corriendo por la plaza y luego -quizás recordando a su mayoral, en el que confió a lo largo de su breve existencia- se detuvo y observó al torero, con la inocencia que solo los animales son capaces de expresar, y en su mirada se leyó inequívocamente la pregunta: “¿Qué se supone que tenga que hacer aquí?” Seguramente no entendió la sencilla respuesta: Morir”
No pude evitar ver la similitud del latir de sus músculos adolescentes debajo de su brillante manto negro, con los músculos y el brillante manto negro del perro que había paseado conmigo unas horas antes.
Después de unos interminables veinte minutos, lo que había sido un becerro lleno de vida y ganas de vivir, se había convertido en un amasijo ensangrentado aun latente.
No me esperaba una tercera mirada esa tarde, pero, mientras la plaza ovacionaba al valiente matador, alguien le acercó una hermosa niña de unos seis años, bellísima, ataviada con su traje tradicional y su hermosa y brillante cabellera rubia. El matador sonriente y eufórico se arrodilló junto a la cabeza del becerro, cuyos músculos impotentes aun latían suavemente debajo de su brillante manto negro. Le cortó las orejas como si estuviera recogiendo flores y se las entregó a la sonriente niña, instándola a que se las mostrara al público con orgullo. La niña, con la inocencia que solo los niños y los animales son capaces de expresar, sostuvo las pequeñas orejas en sus manos y las miró, luego miró al torero, luego al público, y en su mirada se leyó inequívocamente la pregunta: “¿Qué se supone que tenga que hacer aquí?” Seguramente no consiguió respuesta alguna. Obedeció y levantó las manos ofreciendo al público las orejas, sonriendo sin entender en absoluto lo que estaba ocurriendo… Siguió la tortura y el sacrificio de un segundo becerro que mugió desgarradoramente por el dolor de las heridas, por la desesperación y la impotencia. Y de un tercero.
Una vez que el tercer becerro también había sido ejecutado, la niña volvió a ser llevada cerca del cadáver. No hubo manera de que volviera a recibir la orejas que le ofrecían. Su expresión ya no era de inocencia, sino de terror y angustia, y miraba fijamente sin ver los músculos que aún latían bajo el brillante manto negro del becerro. La misma mirada, la misma pregunta, la misma angustia al no recibir respuesta, en cachorros de diferente especie.
Lamentablemente cualquier parecido con hechos reales no es en absoluto casual.
Dedicado a los compañeros de Equanimal, de Igualdad Animal y del Pacma (Teresa, Patricia, Ian, Jonas) que han hecho de tripas corazón asistiendo a estos terribles espectáculos para conseguir testimonios gráficos de la barbarie.
Escrito por Alessandro Zara Ferrante
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